Isabel

Isabel se percata siempre de mis manías, las repele y alimenta.
Juntas somos jóvenes, cordiales y gentiles.  Pero déjennos solas tan sólo un instante y la cara de Isabel relincha y se llena de barba con cada reproche. A mi esta situación me divierte, por lo que sus reclamos se tornan cada vez más fuertes. Yo la soplo con ternura provocando tan sólo un poco más de ira.
Veo como, poco a poco, su cara toma la forma de un animal grotesco. El momento en que le empiezan a crecer pelos en las orejas resulta un poco desagradable en un principio, hasta que uno se acostumbra.
Mi tarea consiste en hacerla enojar, mostrarle sus fallas, refutar todo reclamo y salir airosa del asunto mientras su fisonomía recorre un abanico y degrade de emociones, enojos y sentimentalismos.
Después me siento un poco culpable y la contengo. Suerte que Isabel no se cansa de mí.