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Los directores de orquesta sentados en la primera fila del anfiteatro
miran asombrados su propia creación.
Los instrumentistas del silencio arrojan sus primeros acordes
repercuten en la densidad del espacio.
Los aplausos desmedidos, enceguecedores
abruman a los académicos.

Rutinas

A


La tierra llevaba labrada un tiempo más que suficiente. La cosecha había funcionado de maravilla y él descansaba de lo fatigoso del verano en un rincón del comedor, la sombra del espacioso ambiente aplastaba diciembre. No tenía sentido añorar el invierno sólo por el deseo de respirar un poco de aire frío.
Pensando un poco ese invierno había sido de verdad más que agradable, la temperatura se había mantenido bastante estable y las heladas no habían causado grandes inconvenientes.
No había pasado nada en particular, ningún acontecimiento alteró su estancia en la casa que en otros años había funcionado como casa de verano para la familia. Tal vez eso era lo que había hecho tan agradable al invierno, la nada misma, el acostumbrado paso del tiempo en su máximo esplendor. Una costumbre calma había cargado el frío del invierno y convertido en un compañero apacible de las tareas.
Las cosas se reducían a eso, una disposición de momentos, algunos con mayor importancia que otros, pero en definitiva una sucesión de hechos ordenados de manera lógica en el calendario. Siembra, cosecha, invierno, primavera, festividades, días patrios, convenciones. Si se miraba aún con cierta delicadeza el asunto era simple y no había mucha vuelta que darle. Vivir de acuerdo a ello era bastante sencillo. Por lo menos a Julio, un hombre de unos ya evidentes 58 años, no le resultaba tedioso ni agobiante.
Sucesión sucesión sucesión, como los días de la semana.


B


Parece que la vecina siempre hace asado cuando vengo, tus familiares hacen visitas sorpresa, la hija del verdulero se pinta las uñas y el perro sin collar ni dueño arremete para ladrarme bien cerca del pie.
Parece que así se construyen las rutinas.
En algún momento el perro, la hija, tu vecina y los familiares sincronizaron alguna especie de reloj interno y sin ponerse de acuerdo decidieron algo, reiterarse.
Yo, que no me siento excluida del trato, saco la llave del bolsillo. Pienso que pienso distinto y que quizá el perro (como la vecina) piense lo mismo y su ladrido a mi pie,  a mis pies de los diferentes días, calzados, medias, cargue siempre nuevas intenciones. Demoro entre este pensamiento y la calidez que me produce dos minutos más en sacarle la cadena a la reja. El perro vio entonces más que un calzado, vio mi tobillo, vio carne, vio comida y me mordió.
Parece que así cambian las rutinas.