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Un vez avanzado el síntoma decidió mudarse a su casa.
Poco a poco la fue llenando de objetos infantiles. Le gustaba la pulcritud de su departamento, pero no podía evitar sentir fascinación por los pequeños objetos de plástico. El primero fue un reloj que imitaba la cara de un gato de un dibujo animado de los ´70. No buscaba los objetos sino que se los encontraba al pasar, como si estuvieran llamándola, y no dudaba en comprarlos. En su mayoría eran baratijas, pero de buen gusto.
Objetos al azar fueron colmando los estantes y rincones hasta convertir el departamento en uno de esos que él odiaba, abarrotado y nada distante de aquellos llenos de estatuillas , porcelanas, cerámicas y recuerdos de bautismos y casamientos que guardan las viejas.
Aún así,  cuando ella ya no pudo salir a pasear, si al volver del trabajo por casualidad topaba con algún objeto similar lo compraba. Al llegar a la casa lo ubicaba en algún lado, no se lo mostraba, simplemente lo anexaba a la colección. Entonces se daba cuenta de que sus compras eran realmente de mal gusto y muchas de las veces terminaban en la basura. Con el tiempo afinó el gusto e, incluso mucho después de que ella vuelva a su antigua casa, continúo con la costumbre.
Más tarde sus hijos adorarían cada objeto y odiarían el extremo cuidado cuando se les permitía tocarlos y las restricciones continuas a jugar con ellos. Aún más tarde sus nietos, sin ninguna consideración, guardaran sólo un par de ellos a modo conmemoratorio. No entenderán la ridícula obsesión de su abuelo por semejantes chucherías y aún menos la obstinación de su abuela con no explicar ni decir absolutamente nada al respecto.