Cecilia


Cecilia y yo teníamos un acuerdo, ninguna de las dos se iba morir al menos que sea estrictamente necesario, como en el caso de tener que faltar si o si al trabajo o el cumpleaños de alguna tía lejana.
En  los primeros años no nos causó mayores inconvenientes, lo más cerca que estuve de romper el acuerdo fue por una angina que se me complico e hizo una faringitis aguda.
Desde niñas fuimos lo suficientemente cautas como para ahorrar el dinero que nos daban para el quiosco, nos imaginábamos que para vivir eternamente necesitaríamos tener al menos una casa y terrenito propio. Con el tiempo fuimos logrando nuestro cometido. A los 28 teníamos una casa de 4 ambientes con un  pequeño jardín,  fondo de 40 x 10 y una muy buena luz ambiente.
Logramos llevar a cabo las actividades diarias sin mayores inconvenientes, sepan que para planear una vida eterna primero hay que aprender a lavar los platos y minimamente autosustentarse, una pequeña huerta, unos frutales y un gallinero. Decidimos, por el momento, no tener mascotas ni hijos, no al menos hasta aprender a sobrellevar la vida entre nosotras.

Cecilia fue la primera en traer la problemática a casa, de manera inocente, sin conciencia clara de los hechos. No puedo culparla. Aprendimos a organizarnos hace ya varios años, para lo que podría llamarse la cotidianidad estábamos preparadas. Fue entonces cuando a Cecilia se le ocurrió traer un par de plantas de interior para tener de que ocuparse (habíamos convenido que el tejido lo íbamos a comenzar recién bien entradas en los 60) . Debo decir que a mi me agradó bastante la idea, además aportaban a la decoración de la casa. El problema fue que Cecilia se encariño excesivamente con ellas  y no lograba entender el momento de su partida. Más allá de lo minuciosa que fuera con el cuidado la mayoría de las veces se le secaban y, casi paradojicamente, ella las reponía por plantas aún más delicadas. Intenté hacerla entrar en razón, pero no hubo caso. Al final probé, en vano, levantarle el humor trayéndole nuevas, pero ella siempre añoraba a la anterior y no había manera de convencerla.
Supuse que era una etapa, una traba en la larga trayectoria, así que decidí restarle importancia.
Poco a poco fue olvidándolo, pero una marca irreparable quedó en ella. Como esas cicatrices blancas y abultadas. Su humor cambió, casi imperceptiblemente. De hecho no noté el daño que le había causado hasta el nuevo incidente. Por supuesto las cosas se fueron sucediendo, no me di cuenta de lo que se estaba gestando hasta estar ya muy metida en ello.
Fue a mediados de otoño, para mi cumpleaños número 32. Ella estaba esplendida, luminosa, alegre. Sabía que me había planeado una sorpresa, su ansiedad la delataba. No podía imaginar que era aquello que la excitaba tanto y la ponía por fin de tan buenos ánimos. Me contagio enseguida y unos tres días antes de mi cumpleaños la casa se lleno de júbilo y expectativas.
El día en cuestión empezó de la manera más inesperada. No me despertó llevándome el desayuno a mi habitación, cómo acostumbrábamos en las fechas especiales, sino que espero a me levantara ya pasada la mañana y me dirigiera hasta el comedor. Ahí estaba ella, lista. Las tazas preparadas sobre la mesa, el agua  en la pava esperando el momento de ser calentada y mi sacó de te preferido en la taza, el pan cortado y listo para tostar, las servilletas en el servilletero y una al costado de cada individual, todos los detalles. Cecilia radiante, esgrimiendo una sonrisa. Había seleccionado mi ropa, toda mi vestimenta, y la había dejado al costado de la cama, así que nos encontrábamos ambas alineadas y con los sobretodos extendidos sobre la silla. Pensé que era un gesto de gala, alguna salida.
Al verme me dirigió una sonrisa y una rápida mirada a mi vestuario comprobando la certera  elección. No hizo comentario alguno y enseguida encendió la hornalla. Espero callada a que el agua calentara, había puesto la cantidad justa para ambas tazas, y nos sirvió en silencio.
Al sentarse tomó un sobre que había dejado en la silla anexa y, 10 minutos después de haber entrado por primera vez al comedor, me dirigió la palabra: ¡Feliz cumpleaños! . Simple, sincero y amoroso. Enseguida, ni bien hubo terminado de pronunciarlo, puso el sobre delante de mi taza.
No tenía ni la menor idea de que podía ser y lo abrí con total curiosidad. Para mi sorpresa estaba vacío. No se que cara habré puesto, pero al instante tomó mi mano y me explicó como si fuera un niñita "Es nada, por lo tanto también es todo". Es vacío, pensé,  y lo vacío está lleno pero únicamente de nadas. Me aterré, pero ella ni siquiera se inmuto. Dejó mi mano nuevamente sobre la mesa con una pequeña caricia. Me invito en silencio a continuar el desayuno, con una sonrisa maternal me ofreció unas tostadas untadas.
Se fue esa misma mañana, vestida de gala, amorosa, y no volvió hasta dos veranos después.