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Desde mi balcón veo las cuatro esquinas, esta es una ciudad fría en verano.
El oficio de la soledad comienza en invierno, con el calor de las tazas y la vibración del agua hirviendo. Se gesta durante marzo y el brío hace estallar las copas de coctel escondidas en el armario.
La particularidad de los gestos, la minuciosidad del detalle puesta en cada acto nos diferencia arbitrariamente. Como si la decisión final se encontrara en ponerle o no azúcar al café, cómo si ese pequeño gesto definiera mi posición ante tu propuesta. Lamento decepcionarte, es la arbitrariedad lo que define la acción en este caso.
Comencé a construir este castillo de tazas vibrantes y su solidez flaquea, sólo así podrá ser formidable. Esta esquela de pequeñas piezas secundarias será lo que haga memorable mi oficio. Habilitar su contexto, darle peso a su entorno, ficcionar el olvido de lo importante.
Si hablo de mi, si me atrevo a hacer uso del yo es sólo porque soy un hecho secundario. Una mentira accesoria  que refuerza el nudo central de la historia.
Si quisiera contarte acaso algo importante, empezaría por decirte nimiedades. Descreé de los principios y sobretodo de las palabras, lo que importa acá es letra, la puntuación, lo espacios que dejo entre cada palabra. Si pudieras leer esto a mano alzada entenderías la importancia de los pequeños rituales; el café, la taza azul, la radio sonando sin importancia.
Si me atrevo a hablar de vos es porque en realidad es tu abrigo el que importa. Que te hayas puesto tu piloto y que la lluvia no se haga presente. El resto es circunstancial, me puedo imaginar lo que pensaste y aunque me equivoque no tendré problemas con eso.
Esta ciudad se pone realmente fría en verano, la humedad se condensa en las mangas del piloto del chico del tercer piso, desde el balcón veo proyectarse las lineas posibles de su caminata cuando cierra la puerta del edificio. En lo único que puedo pensar es en que si lloviera el plástico del piloto reluciría y el amarillo se reflejaría en sus manos.